MACHISTAS ANONIMOS
De todos los sacramentos católicos hay uno que creo útil, la
confesión. No así el perdón final, y mucho menos la penitencia religiosa, pero
sí el hecho de la confesión. El poder desahogar toda la mierda que vamos
acumulando sobre una persona a la que no ves, no conoces. Es un alivio
repentino. Quizás ese sea el motivo primigenio que me empujó a escribir desde
temprana edad, confesarme. Y hoy lo necesito, me siento tremendamente sucio.
Todas las mañanas hago el mismo recorrido, la misma rutina,
la misma cara y los mismos bostezos. Subo al autobús en el último barrio de
Gasteiz, cerca de Donostialdea y recorro las calles hasta llegar al centro neurálgico
de esta ciudad. Me bajo junto al Corte Inglés, y de allí voy andando hasta el
bar donde me gusta desayunar mientras leo un periódico ¡de papel! Y del bar al
despacho. Unos 800 metros andando. La mayoría de los días las calles están
desiertas a estas horas, apenas me cruzo con una o dos personas en un trayecto
que a cualquier hora diurna aparece atestado de repartidores, caminantes,
trabajadoras, consumidores, pero que a las 7 es reino del personal de limpieza.
Sin embargo, los viernes son diferentes.
El viernes es la prórroga de la fiesta estudiantil del
jueves, y eso se nota en las calles. Restos de bebidas, alguna vomitona y los
rezagados caminando entre eses, gritos y chanzas hacia sus casas. Supongo que
el viernes estará vacía la universidad, pienso a veces. Y los miro con la insana
envidia de quien ya peina canas y la noche la duerme en lugar de beberla a
grandes sorbos. Pero hoy no, hoy me he sentido incómodo y vulgar, y he
maldecido mi falta de agallas.
Me cruzaron mis pasos con una cuadrilla. 5 chicos, 1 chica.
Reían. Uno de los amigos saltaba sobre la espalda de otro mientras le ponía un
katxi vacío en la cabeza. Otros dos discutían acaloradamente aunque sus
palabras resultaban inteligibles para un profano en lengua de trapo. Y el otro,
el otro llevaba una rama de árbol en la mano y “bromeaba” con introducírsela a
la chica desde la espalda. Ella reflejaba el hartazgo, el asco, la impotencia
en su cara. El resto ni le prestaba atención, y ella no paraba de gritar al
chico que parara. Y yo, yo no he hecho nada. Agaché la cabeza y seguí caminando
entre las primeras gotas de una tormenta que no termina de arrancar. Podría
poner mil escusas, eran 5, estaban borrachos. Pero no, no hice nada. Y sobre
aquella imagen se han superpuesto miles de juventud, ¿Cuántas veces me comporté
cómo ese chaval? ¿Cuántas lo hago sin darme cuenta? ¿Cuántas más me quedo
callado?
La entrada al bar no ha mejorado la situación. Al fondo, en
las mesas está desayunando una cuadrilla de trabajadores. Llevan viniendo toda
la semana, supongo que para alguna reforma de fachada de las que se están
haciendo en la zona. Frente a ellos, en la barra, está desayunando una mujer de
mediana edad. Es atractiva, y luce un vestido escueto que permite observar unas
bonitas piernas. Del grupo de machos cazadores no dejan de lanzar dardos. Se la
ve incómoda. Esta vez, me digo, no me voy a quedar callado y empiezo a cruzar
el local a zancadas dispuesto a enmendarles la plana a los trabajadores. Sin
embargo ella toma su cortado de un trago rápido y abandona el bar y yo, yo me
callo nuevamente. Y vuelvo a verme lanzando “piropos”, haciendo inspecciones
visuales, dándome un poco más de asco.
Ya de camino al despacho pienso que no ha sido del todo malo,
ha servido para verme en el espejo, y me he reconocido en un ente desfigurado.
No todo está perdido, para cambiar algo es imprescindible saber que merece ser
cambiado. Y reflexiono si no sería interesante un espacio dónde encontrarnos.
Como esas reuniones de alcohólicos anónimos. Donde tomemos la palabra y nos
contemos unos a otros nuestros errores. Que sirvamos de espejo de nosotros
mismos y veamos nuestros monstruos a tamaño real. Porque no son “otros”, somos
todos, en mayor o menor medida. Porque yo no lo haría, sino que lo hice, lo
hago y lo haré si no soy consciente de mí mismo.
Quiero pensar que mejoro, pero pasan los años, y yo
desaparezco. El cambio es lento y somos millones pisando a millones. Miro una
pequeña foto en la cartera. Es la sonrisa de mi hijo. 2 años. Quizás no todo
esté perdido, pienso. Y me entierro entre informes para preparar la siguiente
comisión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario